En los últimos diez años
ha salido una serie de publicaciones que investigan sobre lo que
se podría llamar una tradición del homoerotismo en
la literatura latinoamericana. Se trata lo mismo de una producción
que ha surgido de un movimiento comprometido con la reivindicación
de los derechos gay, como de una producción que se puede
ir perfilando a lo largo de la historia social de América
Latina y de su herencia española y otras.
Como parte de una trayectoria
de "estudios queer" - "estudios puto", si se quiere - se hace necesario
emprender ahora un estudio de la manera en que se ha defendido,
mantenido y apuntalado la "heteronormatividad" en la cultura latinoamericana.
Por heteronormatividad se entiende la urgencia imperativa de ser
heterosexual y de abogar en todo momento y a toda costa por la primacía
de lo heterosexual (entiéndase lo que se entendiere por este
término). De ahí la importancia de auscultar en cómo
la producción cultural ha sido entrañablemente cómplice
con el proyecto de la heteronormatividad y cómo una amplia
gama de escritores, sin embargo, se sustrae de este imperativo,
para desafiarlo cuestionando, implícita o explícitamente,
la legitimidad de la heteronormatividad.
Sólo si se sostiene una
ideología patriarcal conforme con la cual el heterosexismo
(el cual no es lo mismo que la heterosexualidad) se erige en norma
universal e incuestionable (incuestionable por ser norma, incuestionable
porque hay leyes sociales que no se pueden cuestionar), lo homoerótico
queda confinado a una excepción minoritaria que puede ser
defendido en aras del derecho de ser diferente, o por voluntad propia
o gracias a la inevitable variación biológica que
puede ser repudiado a favor de una dinámica social cuya función
eficiente se entiende exige la homogeneidad. Así entendidas
las cosas, la subalternidad sexual no puede dejar de ser una excepción
tolerada en algún que otro grado y no puede dejar de reduplicar
las estructuras de la heteronormatividad dominante. Es en términos
de esta conformación sociocultural que resulta difícil
superar el nivel de análisis de una producción cultural
homoerótica que se concibe como una alternativa temática,
una variante de evolución social, una moda diferencial en
el mercado de la posmodernidad.
Como se suele sostener, concebir
al homoerotismo como una "alternativa sexual" nos da a entender
que es una alternativa a algo que sirve como un grado cero normativo,
a lo cual siempre se puede volver a acceder cuando se canse de los
esfuerzos desgastadores de mantener la diferencia. De esta manera,
lo homoerótico queda supeditado a la norma que la excepción
termina confirmando ineludiblemente.
Pero, qué pasa si la
heterosexualidadcomo identidad, como una serie de prácticas,
como una "manera de ser en el mundo" y de interrelacionarse con
otros sujetos sociales se contempla como nada menos que una de múltiples
posibilidades, de las cuales la homosexualidad sería únicamente
una entre otras? No es esto lo que Freud nos quería dar a
entender con sus propuestas sobre la perversidad polimórfica
del cuerpo humano? Freud entendía que, antes de quedar definitivamente
inscripto en las instituciones sociales (definitivamente sometida
a la Ley del Padre, como lo dirá posteriormente Lacan), el
cuerpo está abierto a un radio de pulsiones sensoriales/eróticas
que el proceso civilizador termina constriñendo y conformando
con una determinada estructura del deseo; no quedar conformado de
esta manera es salir descontento, antisocial y enfermo. Una de las
muchas tergiversaciones de las teorías freudianas ha sido
olvidar que el maestro entendía muy bien que la homosexualidad
no es la perversión de una norma heterosexual, sino todo
lo contrario: lo heterosexual es una demarcación restrictiva
de casi ilimitadas posibilidades eróticas del cuerpo humano
en aras de una determinada ideología social, la moderna/burguesa,
para la cual las variaciones psicobiológicas constituyen
una amenaza poco permisible.
Recuperar la teorización
de que el heterosexismo no es la defensa de una norma, sino más
bien una enconada lucha librada por una determinada ideología
de la conformación social contra otras variantes "naturales"
del cuerpo humano, es un principio rector de los estudios queer.
En este sentido, la defensa de lo lesbigay como una alternativa
al heterosexismo compulsivo es tanto un error como lo es el mismo
heterosexismo, en el sentido en que se dan la mano en cuanto a subscribirse
al grado cero normal de éste. Más bien, lo queer abre
la caja de Pandora para poner en el tapete del debate sobre el deseo
erótico y las circunstancias sociales, políticas y
culturales que se derivan de y se aglutinan en torno a él,
el hecho de que el deseo es tan multifacético que apenas
hemos comenzado a dar cuenta de sus posibles variantes en la experiencia
del cuerpo humano. Los estudios queer contemplan necesariamente
una reconsideración del cuerpo humano, urgida tanto por la
necesidad de combatir la primacía obsesiva de la heterosexualidad
en lo genital como única sede del placer legítimo
y como metonimia rectora para establecer la identidad del individuo,
como por la propuesta creciente de propiciar la erotización
total del cuerpo.
La reintegración del
cuerpo entero en un solo proyecto de erotización pretende
resistir la fragmentación a la que tiende la medicina moderna,
con la subsiguiente lucha de poder para marcar esferas de predominio
entre los discursos de los especialistas. Al mismo tiempo, al sustraerse
de la primacía genital, colabora con la deconstrucción
de varios proyectos que procuran controlar el cuerpo mediante la
demarcación de sus límites y el establecimiento de
autoridades que los vigilen. El discurso de control, fundamentado
en identidades sexuales precisas ceñidas a lo genitallo
mismo en cuanto a qué genitales y a qué se hace con
ellosve amenazada su eficacia por un planteo que no respeta
límites corporales al volverlos inestables, cambiantes y
susceptibles a nuevas funciones. Si el deseo opera sobre la base
del fetiche, se postula un potencial fetichizante para cualquier
zona (re)configurada del cuerpo, con todas las insinuaciones de
nuevas experiencias que eso conlleva.
El imperativo actual de la auscultación
del cuerpo y de una revisión sobre la configuración
de sus límites y fronteras descansa en una relación
material que ejerce el sujeto con lo que defina como cuerpo y la
integridad del mismo. Sin descartar la espiritualidad, ya como dimensión
del cuerpo o como, en términos religiosos más tradicionales,
algo paralelo y/o superior al cuerpo, dicha propuesta combate con
la necesidad de superación o de prescindencia del cuerpo
formulada por otras ideologías. Lo material, lo corporal,
la reivindicación de nuevas zonas de placer constituye uno
de los principios más notoriamente paradigmáticos
de lo queer.
La prioridad de la referencia
al cuerpo capta el énfasis de lo queer en el placer erótico
y de su enfrentamiento con las tradiciones sociales que lo repudian.
Pero más que esto instaura, no la autoridad del cuerpo para
confirmar el conocimiento social e histórico, sino la centralidad
de una investigación sobre lo social y lo histórico
que abarque el proyecto de definir el cuerpo y de ponderar las relaciones
entre el cuerpo tal como lo percibe el sujeto y los horizontes de
sus experiencias sociales e históricas. El cuerpo no es un
dado y, por ello, la referencia al cuerpo no es un proceso categórico.
Sin embargo, un proyecto que conjugue propuestas ideológicas
ya hegemónicas sobre el cuerpo con otras perspectivas, siempre
cambiantes y multifacéticas, de la corporalidad, se convierte
en una dimensión fundamental de la confrontación con
cuestionables universales de un cuerpo que se supone viene ya dado.
Ahora bien, todo lo expuesto
hasta este punto ha propulsado una agenda de investigaciones cuyo
fruto ha sido asentar las bases para el reconocimiento de una amplia
gama de producción cultural en América Latina que
reconoce, defiende y legitima el homoerotismo, lo mismo en su contexto
actual como en sus manifestaciones a lo largo de la historia cultural
latinoamericana: no es por nada que ahora se puede decir que Sor
Juana es la abuela de todas y que la sociedad azteca se oponía
férreamente a la homosexualidad porque por alguna razón
sentía la necesidad de regular diferencialmente prácticas
chichimecas que todavía perviven en zonas de la cultura nacional.
Queda mucho por hacer, y ya sería muy difícil volver
a silenciar la presencia cultural del homoerotismo.
Sin embargo, quedan también
otras tareas con las que cumplir. La creciente afirmación
de la legitimidad del homoerotismo trae consigo, como sería
de esperar, una producción cultural tendente a reafirmar
la primacía de la heterosexualidad y relegitimarla al respaldarse
en el heterosexismo compulsivo. Aunque no se pueden señalar
grandes logros artísticos en estos términos, es indudablemente
que hay sectores de la cultura popular en América Latina,
especialmente en el ámbito de nuevas variantes religiosas,
las sectas evangélicas/pentacostales y el mormonismo, sin
ir más lejos, que parangonan una rearticulación de
las sagradas tradiciones heterosexistas.
Sin embargo, interesantes, a
mi modo de ver, son dos campos de estudio que involucran dimensiones
semióticamente mucho más intrigantes - y, por ello,
mucho más intelectualmente desafiantes. Uno lo constituye
la posibilidad de estudiar cómo la producción cultural,
sin ocuparse necesariamente de lo homoerótico ni atrincherarse
en la defensa del patriarcado, ejemplifica, una y otra vez, como
sostenido imperativo, la reafirmación de la heteronormatividad.
Percatarse de este constante proceso de reafirmación de la
heteronormatividad abre un espacio para que la mirada crítica
se pregunte por qué, si la heterosexualidad es lo normal
y natural, hace falta defenderla de una manera tan reiterada y sobredeterminada.
Quiere decir que esto se pregunta por qué la producción
cultural se siente urgida a ver la heteronormatividad siempre en
crisis, siempre al borde del desastre, siempre amenazada por las
fuerzas disolventes de la sociedad. Entender la dinámica
de esta urgencia es, se propone aquí, comenzar a entender
que la heteronormatividad implica, sin poder articularlo, que el
heterosexismo sólo puede ser norma si se logra imponerlo
con la debida elocuencia retórica de un proyecto cultural
suficientemente comprometido con éste como para opacar otras
posibilidades de construir el deseo erótico y sus instituciones
acompañantes. Menester es subrayar que no se trata, como
alternativa, de defender el homoerotismo, sino, mínimamente,
entender un universo social en el que la heterosexualidad no será
tan normal ni tan natural como se ha venido queriendo hacernos entender.
Una de las potentes armas del
heterosexismo compulsivo es la homofobia. Mucho menos que meramente,
como su etimología pretende darnos a entender, un pánico
por lo homosexual, la homofobia involucra la utilización
de la violencia, lo mismo psicológica que física para
imponer la fidelidad al heterosexismo compulsivo y castigar cualquier
gesto que se pueda considerar una falta de fidelidad al mismo. La
homofobia cumple con tres propósitos narrativos en el discurso
social. Primero, sirve para legitimar el espectro incuestionablemente
circunscripto de ideologías sexuales, las que se conjugan
en torno al rubro del heterosexismo compulsivo. Se vale aquí
del sustantivo plural, puesto que el heterosexismo compulsivo no
opera necesariamente siempre y en todos los casos dentro de los
mismos parámetros. Por ejemplo, justificar o no la promiscuidad
masculina como forma de proporcionar una confirmación sobredeterminada
de una actividad sexual apropiada y si tal promiscuidad puede incluir
o no el acto sexual de penetración con los cuerpos masculinos
que han quedado feminizados varía, según los que adhieren
a sus normas.
Un segundo propósito
de la homofobia es excluir de la sexualidad legítima a todos
aquellos sujetos sociales que se alega no cumplen con las normas
del heterosexismo compulsivo. De la misma manera, es en términos
de semejante exclusión que los cuerpos de tales sujetos quedan
a la disposición del sexo penetrativo a manos de los que
se autodenominan y son aceptados como heterosexuales, o de los que
confirman su sexualidad legítima al mismo tiempo que confirman
la exclusión del sexo de los que ellos violan: se viola al
hombre feminizado porque, conforme con una impresionante lógica
circular, éste termina "violable" porque ha sido violado
y porque no se ha ocupado de violares decir, no se ha ocupado de
demostrar su superioridad sexual mediante la utilización
del cuerpo de los otros.
Finalmente, la homofobia funciona
para narrar su propia inexistencia, al negar la dinámica
de la discriminación sexual. La homofobia, en el mejor de
los casos, se limita a reconocer la existencia de los que colaboran
y los que no colaboran con el esquema de la heterosexualidad compulsiva,
pero se deniega a subscribir la proposición de que a la heterosexualidad
compulsiva le hacen falta sus desviados para poder legitimarse,
en el sentido en que eso serviría para exigir el aporte del
mismo sector sociosexual que se ocupa de eliminar como el Otro no
legítimo, lo cual no es menos que el tabú del excusarse
ante la primacía de lo heterosexual. Este proceso fomenta
una contradicción interna crucial del tipo que Foucault apuntó
una y otra vez en sus varias investigaciones sobre "el orden de
las cosas": lo que se repudia como inmundo hace falta para reforzar
el dominio de lo sano.
Perseguir la doble trenza de
los ardides autoconfirmatorios de la heteronormatividad y la dinámica
de la homofobia como arma potente de la ideología del heterosexismo
compulsivo, se propone aquí como el imperativo para una próxima
etapa en las investigaciones de la cultura latinoamericana en lo
relativo a la sexualidad y al homoerotismo.